La debacle financiera de 2008 generó pedidos de un sistema financiero global que limite los desequilibrios comerciales, modere los flujos de capitales especulativos y evite el contagio sistémico. Tal precisamente era el objetivo del sistema de Bretton Woods original. Pero hoy un sistema así sería insostenible e indeseable. ¿Cómo podría ser una alternativa?
La conferencia de 1944 en Bretton Woods fue escenario del choque entre dos hombres y sus ideas: Harry Dexter White, representante del presidente estadounidense Franklin Roosevelt, y John Maynard Keynes, representante de un Imperio Británico cuya luz se estaba apagando. Previsiblemente, triunfó el esquema de White, por el que se usó el superávit comercial de los Estados Unidos en la posguerra para dolarizar a Europa y Japón, a cambio de que aceptaran un poder discrecional total de Estados Unidos en la política monetaria. Y el nuevo sistema de la posguerra puso los cimientos de la mejor época del capitalismo, hasta que Estados Unidos perdió el superávit comercial y el esquema de White se vino abajo.
Durante gran parte de la última década, se ha visto resurgir periódicamente una pregunta muy sencilla: ¿sería el descartado plan de Keynes más adecuado para nuestro mundo multipolar después de 2008?
Ya a principios de 2009, Zhou Xiaochuan, presidente del banco central de China, sugirió una respuesta afirmativa, lamentando que en Bretton Woods no se hubiera adoptado la propuesta de Keynes. Dos años después, se le preguntó a Dominique Strauss-Kahn, entonces director gerente del Fondo Monetario Internacional, su opinión sobre el papel del FMI después de 2008. Respondió: «Ya hace 60 años, Keynes vio lo que había que hacer; pero era demasiado temprano. Ahora es el momento de hacerlo. ¡Y creo que estamos preparados!».
Unas semanas después, Strauss-Kahn cayó en desgracia, sin llegar a explicar qué era eso que «había que hacer». Pero no es tan difícil de imaginar.
Sobre todo, el nuevo sistema debería reflejar la idea de Keynes de que la tendencia innata del capitalismo a crear una divergencia entre las economías superavitarias y las deficitarias atenta contra la estabilidad global. Los tiempos buenos traen consigo un aumento de superávits y déficits; llegados los tiempos malos, la carga del ajuste cae en forma desproporcionada sobre los deudores, lo que lleva a un proceso de deflación de deuda que primero se ensaña con las regiones deficitarias y luego debilita la demanda en todas partes.
Para contrarrestar esta tendencia, Keynes propuso reemplazar los sistemas donde «el proceso de ajuste es obligatorio para el deudor y voluntario para el acreedor» por uno en que el peso del ajuste caiga simétricamente sobre deudores y acreedores.
La solución de Keynes implicaba la suscripción de todas las grandes economías a una cámara compensadora internacional (la International Clearing Union). Los países participantes conservarían sus monedas y bancos centrales, pero denominarían los pagos internacionales en una unidad contable común (que Keynes bautizó «bancor») y los liquidarían a través de la ICU.
Al principio, en la cuenta de reserva de cada miembro en la ICU se acreditaría una suma de bancores proporcional a su participación relativa en el comercio internacional. A partir de allí, cada país recibiría bancores en proporción a sus exportaciones netas. Una vez instituida, la ICU gravaría simétricamente los superávits y déficits persistentes, para anular el mecanismo de retroalimentación desestabilizante que se da entre los desequilibrios en los flujos de capitales, la volatilidad, la falta de demanda agregada global adecuada y una desigual distribución mundial de desempleo innecesario.
La propuesta de Keynes no era perfecta. Implicaba tipos de cambio fijos, lo que obligaba a instituir mecanismos limitados de sobregiro para los países crónicamente deficitarios y suponía un regateo continuo entre los ministros de finanzas para modificar los tipos de cambio e interés. Y tenía un defecto fatal: la presencia de controles financieros rígidos, que dan a los burócratas un enorme poder discrecional sobre las transferencias de capital.
Pero nada impide diseñar una ICU con tipos de cambio variables y reglas automáticas simples que minimicen el poder discrecional de políticos y burócratas, preservando al mismo tiempo los beneficios de la idea original que tuvo Keynes para mantener controlados los desequilibrios globales.
La nueva ICU (llamémosla NICU) sería tal como la imaginó Keynes. Pero en vez del abstracto «bancor», utilizaría una moneda digital común (digamos, el kosmos) emitida y regulada por el FMI. El Fondo administraría el kosmos sobre la base de un registro de transacciones digital, distribuido y transparente, y un algoritmo para ajustar la oferta total usando una fórmula preestablecida dependiente del volumen de comercio internacional, con un componente anticíclico automático que refuerce el suministro global de la moneda en tiempos de desaceleración general.
Los mercados cambiarios funcionarían igual que hoy, y el tipo de cambio entre elkosmos y las diversas monedas variaría del mismo modo en que lo hacen los derechos especiales de giro del FMI en relación con el dólar, el euro, el yen, la libra esterlina y el yuan. La diferencia, claro está, sería que con este sistema, los estados participantes liquidarían todos sus pagos internacionales a través de la cuenta en kosmos de sus bancos centrales en la NICU.
Para explotar al máximo el potencial estabilizador del esquema, se introducirían dos mecanismos. En primer lugar, cada año se debitaría de la cuenta en kosmos de cada banco central un impuesto al desequilibrio comercial, proporcional a su déficit o superávit de cuenta corriente; lo recaudado se aportaría a un fondo común en la NICU. En segundo lugar, las instituciones financieras privadas pagarían un arancel destinado a ese mismo fondo, proporcional a cualquier aumento súbito del egreso de capitales de un país (algo así como la suba de precios que aplica Uber cuando hay picos de tránsito).
El impuesto al desequilibrio comercial motivaría a los gobiernos de los países superavitarios a estimular el gasto y la inversión internos, a la vez que reduciría sistemáticamente el poder adquisitivo internacional de los países deficitarios. Los mercados cambiarios se adecuarían ajustando los tipos de cambio más velozmente en respuesta a desequilibrios de cuenta corriente, lo que cancelaría buena parte de los flujos de capitales que hoy sostienen desequilibrios comerciales crónicos. Asimismo, el impuesto a los «picos» de flujo castigaría automáticamente los ingresos o egresos de capital especulativo a gran escala, sin aumentar el poder discrecional de los burócratas ni introducir controles de capital inflexibles.
De pronto, el mundo tendría (sin necesidad de suscripción de capital) un fondo soberano global. Este permitiría financiar la transición global a un sistema energético menos contaminante, y en un modo que estabilizaría la economía global, por medio de inversiones en investigación y desarrollo en el área de las energías verdes y las tecnologías sostenibles.
Keynes era un adelantado: su propuesta demandaba tecnologías digitales y mercados cambiarios que no existían en los cuarenta. Pero hoy los tenemos, y tenemos también experiencia institucional en relación con sistemas de compensación internacionales. También tenemos una necesidad urgente de contar con un fondo global para la transición a una economía ecológica, algo que un Bretton Woods keynesiano crearía automáticamente. Lo único que nos falta es el proceso político, un Roosevelt, que reúna a los jugadores y catalice el cambio.