La tecnología, herramienta de dominación ¿O mecanismo de liberación?

“En una sociedad tan intensamente industrializada,

la gente está condicionada para obtener las cosas más que para hacerlas;

se le entrena para valorar lo que puede comprarse más que lo que ella misma puede crear.

Quiere ser enseñada, transportada, tratada o guiada

en lugar de aprender, moverse, curar y hallar su propio camino.

Se asignan funciones personales a las instituciones impersonales.”

Ivan Illich

 

Sin negar cuán importantes son los veloces avances tecnológicos -tanto los de las últimas décadas como aquellos por venir- cabe notar que éstos no siempre benefician a toda la Humanidad. Por ejemplo, hay segmentos enormes de la población mundial que no acceden por igual a la informática. Aún hoy, en pleno siglo XXI, cientos de millones de personas no han tenido contacto con Internet (de hecho, a enero de 2018 se estima que 3.572 millones de personas no tienen acceso a la red). Y muchos que, si lo tienen, son verdaderos analfabetos tecnológicos: están presos de una tecnología que no conocen, ni pueden usar a plenitud, al tiempo que devienen cada vez más en adictos sumisos, pasivos y dominados de estas nuevas tecnologías.

Además, tanto avance tecnológico no es indispensable para resolver los graves problemas sociales que afectan a la Humanidad, por ejemplo, el hambre. Producimos alimentos en el planeta que cubrirían las necesidades de 10 u 11 mil millones de personas, más que suficiente para los actuales 7,5 mil millones de humanos; pero diariamente se van a su casa con hambre entre 800 millones y mil millones de personas. De hecho, las soluciones frente a la urgencia de asegurar los mínimos nutricionales para todos los habitantes del planeta, “no son respuestas de más tecnología alimentaria, ni de más productividad”, apunta con claridad el catalán Gustavo Duch. Basta ver que, cada año, alrededor de un tercio de todos los alimentos producidos en el mundo se desperdician. Más allá de distribuir con mayor equidad los alimentos y de producirlos según la demanda alimenticia humana -y no la especulación o el hambre del automóvil-, urge hacer realidad la soberanía alimentaria que implica el control por parte del campesinado de su agricultura y de toda su alimentación, es decir todo manejado desde los pueblos, no desde las corporaciones.

Así, afloran varias preguntas: ¿Es socialmente neutra la tecnología? ¿Puede el incesante progreso tecnológico resolver los enormes problemas sociales existentes? ¿Cuáles son los límites de las tecnologías? Tales dudas no implican un conservadurismo ante el progreso tecnológico, sino una crítica sobre su sentido. Guste o no, la tecnología moderna está cada vez más subsumida a la auto-valorización del capital, volviéndose nociva en muchos aspectos. Es más, el avance tecnológico tiende a acelerarse en aquellas actividades que benefician a la acumulación (un ejemplo cruel es el avance tecnológico militar), mientras que en otras el avance es lento y hasta llega al estancamiento, o peor aún a la marginación: un ejemplo es el encarcelamiento tecnológico del mercado de las patentes (cuya supuesto “incentivo a la innovación” es más que cuestionable), como sucede con muchas medicinas que podrían paliar problemas de salud en el mundo.

Por tanto, la tecnología -el instrumento o la fuerza que permite hacer algo, diferente pero complementaria de la técnica: conocimiento o habilidad de usar la tecnología- no es socialmente neutra. Con frecuencia se desarrollan nuevas tecnologías según las demandas de acumulación capitalista. No olvidemos que toda tecnología tiene inscrita una “forma social”, es decir, una forma de relacionamiento entre unos y otros y de construirnos a nosotros mismos; basta mirar la sociedad que “produce” el automóvil y el tipo de energía que demanda: individualismo y consumo de combustibles fósiles vienen en gran medida de la mano...

¿Cuál forma social está implícita en los avances tecnológicos -presuntamente democratizadores- a los que deberíamos enrolarnos todos?

Por ejemplo, en la cotidianidad muchos “avances” tecnológicos sustituyen a la fuerza de trabajo -sea física o intelectual- volviendo caducos a varios trabajadores, así como excluyendo o desplazando a quienes no pueden acceder a la tecnología; todo esto redefine al trabajo mismo, normalmente contribuyendo a su flexibilización, casi siempre sinónimo de más explotación. Lo humano termina siendo mera herramienta para la máquina, cuando la relación debería ser inversa (aunque siempre dentro de determinados límites pues, como señaló Polanyi, sabemos mucho más de lo que podemos explicar y quizá ese conocimiento es el que nos distingue de las máquinas, idea similar que se recoge en la llamada “paradoja de Moravec”). Desde esa perspectiva, para que exista otra técnica, que incluya a las personas al trabajo en vez de excluirlas, es necesario transformar las condiciones y relaciones sociales de producción. El objetivo es que la técnica potencia a las fuerzas humanas, no que las reemplace.

Más grave aún es ver cómo los avances tecnológicos recientes han devenido en “una herramienta capaz de controlar multitudes con la misma eficacia que el control individualizado. Las tecnologías que se han desarrollado en los últimos años, muy en particular la inteligencia artificial, van en esa dirección… se desarrollan prioritariamente aquellas que son más adecuadas para el control de grandes masas,” explica Raúl Zibechi. Un ejemplo es el monitoreo absoluto chino: el sistema de vigilancia del país más poblado del mundo llegó a la identificación facial -logro de ciencia-ficción- en donde ya han instalado 176 millones de cámaras de vigilancia, y hasta el 2020 esperan haber colocado otras 200 millones.

Nadie puede dudar que vivimos en una época de dominación tecnológica, que como anota el mismo Zibechi: “es parte de la brutal concentración de poder y riqueza en los estados, que son controlados por el 1 por ciento más rico”.

Las redes sociales, que parecían liberalizadoras, incluso democratizadoras (recordar la primavera árabe), son cuestionadas. George Soros, el gran especulador global, en el reciente Foro del 1% más rico, en Davos -leído en Diario El País de España-, afirmó que mientras petroleras y mineras explotan el medioambiente, las redes sociales explotan el ambiente: influyen en cómo la gente piensa y actúa, implicando un riesgo para la democracia (volviéndose hasta un problema de salud pública). Facebook, propietaria de Instagram y Whatsapp, registra a más de 2.130 millones de personas como parte de su comunidad; 332 millones en Twitter. El 67% de adultos norteamericanos declaran informarse vía redes sociales. Estas redes sociales no necesariamente crean la información, pero si la priorizan según las necesidades de los negocios involucrados, es decir de la acumulación de sus capitales.

Esta afirmación obviamente repercute en la economía global, pues las redes sociales y sus desarrollos tecnológicos son monopolizados por pocas grandes transnacionales, que combinan el control de la información con la especulación financiera, en un ejercicio de acumulación global inaudito.

El mundo que anticipó Orwell, gracias a grandes avances tecnológicos, comienza a ser una realidad cotidiana en China, Rusia, EEUU, Australia… En los EEUU se discute sobre la influencia que pudieron tener internautas rusos en las elecciones en las que salió como vencedor Donald Trump: habría alcanzado a 150 mil ciudadanos norteamericanos, una cifra que supera la de 126 millones de votantes, en un resultado donde cien mil votos fueron decisivos. En Alemania también se han denunciado acciones desde grupos de la derecha extrema para beneficiar al partido Alternativa para Alemania (AfD) en las pasadas elecciones del Parlamento Alemán. Incluso en países más pequeños y pobres, como Ecuador en donde durante el gobierno del caudillo del siglo XXI (Rafael Correa) se instauró un sistema de control policial -que rebasó el ámbito criminal- para perseguir a movimientos sociales y a opositores del régimen. Y todo indica que esta potencial amenaza a la democracia recién empieza…

No es menos angustioso el impacto que están produciendo las tecnologías de la comunicación en la niñez y la juventud. El 48% de los jóvenes que pasan más de cinco horas al día conectados al móvil ha sufrido depresión, aislamiento o tendencias suicidas, resultado de “un modelo empresarial basado en engatusar a los niños desde pequeños”, como anotó en los Estados Unidos un senador demócrata. Semejante situación se combina con la violencia exacerbada facilitada por el avance tecnológico, por ejemplo, en el empleo de armas sofisticadas en tiroteos masivos (que mes a mes causan cientos de muertes en EEUU).

Conocer tal realidad implica revitalizar la discusión política, ofuscada por la fe tecnológica. Al endiosar a la tecnología se tiende a abandonar los aspectos sociales cruciales para mejorar la vida humana. Por ejemplo, creer que los problemas ambientales globales se resolverán con mejora tecnológica es un error muy caro; se ha demostrado que las normas y regulaciones (aún insuficientes) han sido más efectivas que los avances tecnológicos y mucho más que las simplonas salidas de mercado (camufladas como “economía verde”). Aplaudidos logros, al contrario, pueden ser perversos: un ejemplo son los automóviles eléctricos que, si bien reducen el consumo de combustibles fósiles por unidad de transporte, demandan más y más minerales de todo tipo (desangrando aún más a continentes altamente explotados como África o América Latina), ocasionando hasta un aumento del número de vehículos demandados: “efecto rebote”.

Un reto clave recae en ver cómo se controlan conocimientos y tecnologías. En realidad, muchas nuevas tecnología provocan renovadas formas de desigualdad y de explotación, así como de enajenación, dominación y de hegemonía: la dominación tecnológica se vuelve “normal”, es aceptada voluntariamente y hasta deviene en deseable para los dominados (por ejemplo, personas desesperadas comprando teléfonos donde voluntariamente registran hasta su información facial). Por lo tanto, se debe impedir que las máquinas dominen a las personas, como recomendaba Iván Illich, cuyo pensamiento, junto al de André Gorz, cobra creciente vigencia cada día que pasa.

Hay que valorar la capacidad de reparar las máquinas para controlarlas. Hay que aumentar la durabilidad de los bienes materiales proscribiendo cualquier obsolescencia programada. Hay que pasar progresivamente de una economía productora de bienes materiales a una de bienes inmateriales no contaminantes. Hay que revalorizar las miles de respuestas pequeñas en todas partes del planeta para asegurar la soberanía alimentaria desde abajo, desde el campesinado y desde los huertos urbanos (donde no solo importa el consumo -que puede exacerbarse con la sobreproducción tecnificada- sino también las condiciones de producción). Hay que liberarnos de la economía del crecimiento permanente y de la acumulación de bienes interminable, dinámicas que son la esencia misma de la sociedad capitalista.

En estas condiciones se construyen respuestas desde abajo, en contra corriente. Así, cual círculos concéntricos provocados por una piedra lanza en un lago, se expanden inclusive en ciudades grandes, muchos ejercicios alentadores en donde los actores sociales intercambian mutuamente conocimiento artesanal; cambian tierras baldías y levantan con autogestión nuevos espacios abiertos para todas y todos; y a través de estas prácticas amplían también sus márgenes de acción, como nos cuenta Christa Müller de la Fundación Anstiftung.

Las tecnologías, sobre todo las que ahorran fuerza de trabajo (física o mental), deberían liberar al ser humano del trabajo orientado a acumular capital, permitiendo instaurar jornadas laborales menos extenuantes, tal como se consigue en varios países industrializados: en Alemania los trabajadores acaban de conseguir que se pueda establecer una semana de 28 horas de trabajo, para amplia el tiempo en familia. Y eso puede lograrse, por ejemplo, también liberando el conocimiento científico e impulsando un diálogo respetuoso con los saberes ancestrales, mientras las estructuras de producción y consumo se transforman para construir sociedades donde la explotación a la Humanidad y a la Naturaleza sea inviable.

Afrontamos complejidades múltiples inexplicables desde la monocausalidad. Y menos aún con simples respuestas escapistas. Precisamos respuestas múltiples, diversas, pequeñas y grandes (si fuera posible). Sin desestimar las acciones gubernamentales y la construcción de alternativas estratégicas de largo plazo, estando el control sobre los cuerpos en la mira del poder -como plantea Zibechi- esos cuerpos son y serán los campos de batalla. La lucha, una vez más, será desde abajo, multiplicando rebeldías, resistencias y desobediencias ciudadanas tanto frente a los grandes como a los pequeños y cotidianos usos tecnológicos que terminan construyendo hegemonía.

Urge identificar y -de ser posible- transformar las herramientas de dominación, como las redes sociales, en instrumentos de comunicación y organización liberadora. Esta acción que, en ningún momento debe restringir la libertad de expresión e información, debe estar guiada por las luchas de aquellos grupos históricamente oprimidos -desde enfoques feministas hasta indígenas, incorporando las visiones ecologistas y socialistas-, así como de propuestas comunitarias de quienes viven -o al menos imaginan- un mundo de libertades plenas, viable en la medida que confluyan la justicia social y la justicia ecológica. En definitiva, necesitamos un ejercicio de contra-hegemonía tecnológica.

Tema de investigación: 
Desarrollo y medio ambiente