América Latina es una región acostumbrada a las debacles financieras: es tal la huella que han dejado en los latinoamericanos, ya sean del sur o del norte, que es prácticamente imposible hablar de economía con uno de ellos sin que, en algún punto de la conversación, aparezca la palabra "crisis". La de 2008, de pésimas consecuencias para los países desarrollados, en cambio, no engrosará esa larga y tenebrosa lista. Será recordada, más bien, como una tormenta de verano: llegó sin previo aviso, golpeó —aunque menos que cualquiera anterior— y pasó rápido.
Los latinoamericanos asistieron atónitos, como el resto del mundo, a esos fatídicos días de septiembre en los que los empleados del todopoderoso Lehman Brothers desfilaban por las calles del sur de Manhattan con sus pertenencias empacadas cajas de cartón y sabiendo que nunca más pisarían su oficina. De la noche a la mañana, los peores presagios se amontonaban: si caía uno de los grandes emblemas del capitalismo, ¿qué sería de la frágil banca argentina? La crisis de 2001 y su corralito estaban cerca en el recuerdo colectivo. ¿Y qué pasaría con México? A pesar de que ya habían pasado casi 15 años desde el tequilazo, la formidable crisis financiera iniciada por falta de divisas, la dependencia con Estados Unidos era mayor que nunca antes.
Pero los cimientos, esta vez, eran más sólidos de lo que cabría esperar. La embestida se quedó en un muy mal año —2009— y una recuperación —a partir de 2010— tan fulgurante como la caída. América Latina demostró haber aprendido un puñado de lecciones de su traumático pasado. "Hasta entonces, todos los contagios habían acabado en crisis en el mercado financiero. La gran diferencia fue la mejor regulación bancaria, que permitió que el impacto sobre el sector fuese prácticamente nulo, y un precio de las materias primas más alto", apunta José Luis Machinea, exministro de Economía de Argentina durante el Gobierno de Fernando de la Rúa. "A diferencia de episodios anteriores", agrega Osvaldo Kacef, director de desarrollo económico de la Cepal cuando estalló la crisis, "en 2008 la relación entre deuda externa y reservas era mucho más favorable, lo que dio una situación inédita de liquidez y solvencia".
Latinoamérica, con todo, dista mucho de ser un bloque uniforme. La simplificación ayuda, a ojos europeos, a comprender la realidad de una región tan lejana, pero las realidades son múltiples. Economías de características dispares entre sí y solo agrupables (para hacer las cosas más fáciles) en torno a dos grandes ejes: América del Sur —muy dependiente del valor de sus exportaciones de materias primas—y México y sus países vecinos —muy abiertos al exterior y con un creciente peso de las manufacturas sobre su PIB—.
Para este segundo grupo, el contagio de la debacle financiera fue prácticamente inmediato. Un resfriado en EE UU es una gripe en México y 2009 fue un año aciago: el PIB cayó más de un 5% arrastrado por el desplome en los pedidos de la industria y la trayectoria descendente de las remesas. Sería su primer ejercicio en negativo desde 2002, pero también el último hasta la fecha. La recuperación de la segunda mayor economía latinoamericana —como la de la guatemalteca, la costarricense o la panameña, por citar solo algunas— fue tan abrupta como la caída: en 2010, México prácticamente calcó la cifra del año anterior, pero con el signo contrario. Y en 2011 y 2012, el ritmo de expansión siguió por encima del 3%.
Al sur, el fin del financiamiento externo y el derrumbe de la demanda de materias primas repercutieron en los países productores de la región, como Brasil, Argentina, Chile y Perú —Venezuela ya empezaba a regirse por sus propias dinámicas, no precisamente positivas, incluso cuando el petróleo aún cabalgaba por encima de los 100 dólares por barril—. Pero el cataclismo de Wall Street los encontró fuertes, en medio del boom en el precio de los productos básicos: del crudo —importante sostén de casi todos los países de la región— al cobre, el hierro o la soja. Todas estas economías contaban con superávit fiscales y las arcas de sus bancos centrales estaban llenas. Y la experiencia de crisis globales anteriores les había llevado a tomar precauciones ante eventuales turbulencias. Cuando llegó la tormenta, los Gobiernos tuvieron recursos para aplicar políticas contracíclicas, desviando dinero público para apuntalar la producción y el consumo. "Fue la primera vez que los países latinoamericanos pudieron tomar este tipo de medidas, tanto en el plano fiscal como en el del mercado de trabajo", recuerda Machinea.
2009 fue el año de la Gran Crisis. Los PIB de toda América del Sur habían terminado 2008 en positivo; en algunos casos, como Perú, con alzas de doble dígito, pero se derrumbaron meses después. El más golpeado fue Argentina, con una caída del 5,9%. "Son países que dependen mucho de la entrada de divisas y ésta se frenó casi por completo", apunta Kacef. Pero Argentina también fue el país sudamericano que se recuperó con más fuerza en 2010, cuando su PIB subió más del 10%.
En Brasil, la mayor economía latinoamericana, la crisis se cobró en el arranque 654.000 puestos de trabajo y 20 puntos de caída de la actividad industrial entre septiembre y diciembre de 2008. Pero la reacción del gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva logró revertir rápidamente las consecuencias del tsunami. El banco central sacó todo su arsenal e inyectó al mercado 60.000 millones de dólares para reactivar el mercado interno, mientras usaba reservas internacionales para ayudar a las empresas con deudas en el exterior. En 2009, el PIB brasileño se dejó solo una décima y en 2010 la economía recuperaba un 7,5%.
Chile sufrió su ya histórica dependencia de las exportaciones de cobre, altamente dependiente del ciclo. La presidenta Michelle Bachelet se encontraba en la mitad de su mandato y su imagen no era la mejor. "Estamos haciendo todo lo que tenemos que hacer", dijo en septiembre de 2008, acorralada por la oposición, que reclamaba acciones concretas. En 2009 la economía cayó un 1,7%, pero las políticas contracíclicas del Gobierno permitieron alcanzar la recuperación sólo un año después, con una subida de 4,3%.
América Latina, en fin, sobrevivió a la debacle colectiva gracias a la fortaleza estructural que tenía en 2008. Se recuperó rápido, pero la crisis dejó secuelas graves, sobre todo en dos de sus economías más grandes: Brasil y Argentina no volvieron a tener superávit fiscal y años después, cuando el valor de sus exportaciones cayó, ingresaron en una espiral descendente que los llevó a la recesión. La segunda mayor economía de la región, México, lleva nueve años de crecimiento ininterrumpido, pero demasiado bajo para un país de su potencial.
¿Salió Latinoamérica fortalecida? Una de cal y otra de arena. La regulación bancaria, otrora su talón de Aquiles, mejoró (y mucho). Pero pudo haber aprovechado mejor los años de bonanza de los productos básicos. Tampoco ha acabado, ni siquiera mitigado, sus ya crónicas dependencias: las exportaciones de América del Sur siguen muy concentradas en el sector primario y la minería, y sus economías son dependientes del dinero externo. Argentina y Brasil lo saben bien, ahora que los capitales huyen de los mercados emergentes hacia refugios más seguros. El primero enfrenta la peor crisis financiera desde 2001 y pidió un rescate del FMI para sostener su moneda. El segundo no logra recuperase del todo de dos años de recesión y cerró el segundo trimestre con una expansión mínima, del 0,2%. México y Centroamérica, entretanto, siguen expuestas al ciclo estadounidense. Hoy, con la primera potencia mundial rozando el pleno empleo y creciendo a un ritmo envidiable incluso para muchos emergentes, la locomotora americana goza de buena salud y arrastra consigo a sus plataformas manufactureras. Pero la bonanza del vecino rico esconde una amenaza que harían mal en subestimar: cada día que pasa, la próxima recesión está 24 horas más cerca.