Hace setenta años, en medio del caluroso verano de 1944, los vecinos del tranquilo pueblo rural de Bretton Woods en New Hampshire fueron testigos de uno de los eventos más importantes de la época moderna. Durante tres semanas se reunieron 730 delegados de 44 naciones en el elegante hotel Mount Washington, famoso centro de descanso y esparcimiento, para discutir y formular los lineamientos fundamentales que habrían de establecer la nueva arquitectura financiera y económica internacional de la posguerra.
Hoy en día cabe preguntar si nos encontramos ante un nuevo escenario global que requiere cambiar las formas de pensar conceptos y prácticas que fueron dominantes durante más de medio siglo. Por una parte, resulta evidente que actualmente la economía mundial depende cada vez más del dinamismo de los países de Asia, América Latina y África, y menos de la hegemonía tradicional de Estados Unidos y de Europa. También es claro que tras el colapso financiero de 2008 y sus secuelas, el propio desarrollo económico tropieza con agudos desafíos, que se acentúan por el enorme impacto del cambio climático, cuyas graves consecuencias apenas comenzamos a vislumbrar, patentes, entre otras cosas, por el acelerado aumento del calentamiento global.
A su vez, es urgente dirigir más atención a la calidad de vida de los pueblos rurales, muy olvidados por administraciones centralizadas que no aprecian a las comunidades de campesinos e indígenas, que siempre han sufrido la mayor explotación y descuido en Latinoamérica. En suma, es necesario cambiar los términos en que se plantean los modelos de desarrollo, que requieren adecuarse a las nuevas condiciones sociales y económicas para ofrecer una mayor sintonía tanto con la naturaleza como con las necesidades cotidianas de las mayorías, que sufren por el desempleo, el subempleo y la pavorosa concentración del ingreso en la época contemporánea. Solo así se podrá recuperar algo del espíritu de las viejas utopías, tan golpeadas en nuestros días.
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