La elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos (EU) fue previsible en la medida que era la expresión del malestar de occidente generado por la caída del crecimiento económico, los problemas de productividad, la caída de los salarios y la tendencia general en las sociedades más desarrolladas a buscar refugio en el bienestar de su pasado onírico. El nacionalismo de derecha rebautizado populismo de derechas se ha internacionalizado. Es neo fascismo en la medida de una comunión con un proyecto alimentado de xenofobia, racismo, misoginia y todo tipo de virulencia social. El fascismo era anti bolchevique. El neo fascismo no lo es por su inexistencia, pero al igual que el fascismo teme por la pérdida del poder de su sociedad.
No fue por el trabajo de marketing político que el candidato consiguiera despertar lo irracional en la ciudadanía. Trump al igual que Farage en Gran Bretaña, Le Pen en Francia y otros similares en el resto de Europa han logrado despertar esta irracionalidad y, encima, culpar a los sectores débiles de la sociedad de su malestar; crean chivos expiatorios para descargar la frustración ante la falta de perspectiva política y crecimiento económico.
La elección americana, al igual que la británica, fue el resultado de profundas contradicciones sociales construidas por la decadencia de un sistema capitalista hegemónico en crisis. Europa enfrentará en 2017, por las mismas razones, la continuación de estos giros. La desglobalización viene liderada por el neofascismo y no por la izquierda, acompañada de una polarización de las sociedades y no por su integración.
El presidente electo de EU abre un escenario económico en muchos aspectos, incierto. Sin embargo, ha mostrado rasgos que parecen engancharse a una lógica que cobra cada vez fuerza en el rumbo económico global: aumento de la intervención del Estado en la gestión de la economía y papel creciente del gasto público; disminución del libre mercado; y fortalecimiento del mercado interno. La incertidumbre descansa sobre cuáles son sus grados de libertad internos y externos; y qué quiere decir un gabinete casi íntegramente relacionado a Wall St. en este escenario.
Donald Trump prometió, en campaña, abandonar el acuerdo de integración económica en la región del Pacífico (TPP) que la administración del presidente Obama consideró fundamental para el rumbo del comercio internacional. El acuerdo del TPP era una iniciativa unilateral americana negociada a lo largo de más de seis años de negociaciones,1 para el crecimiento económico y el control sobre la Cuenca del Pacífico, con el cual se vincularía a 12 países a partir del pacto regional más grande de la historia, casi el 40% del Producto Interno Bruto Global y más de un tercio del mercado internacional.2
No obstante la potencial fuerza económica y geopolítica que podría implicar dicho acuerdo, el diagnóstico que el ahora presidente electo encontró, con un xenófobo y racista nacionalismo, fue que con este tratado se permitiría a China tomar ventaja sobre todos los integrantes. La reacción del presidente Chino al escuchar dicho anuncio fue, durante las reuniones del APEC3 en Lima, incorporar a los países americanos a la iniciativa china del Área de Libre Comercio de Asia Pacifico (FTAAP por sus siglas en inglés a través del RCEP- La Asociación Económica Integral Regional).
Este singular revés que dio Trump a la culminación del más grande proyecto neoliberal reveló a un peligroso nacionalismo como política frente a la incertidumbre económica. Trump no comprendió que el unilateralismo de Obama era fortalecimiento comercial interno frente a un mercado que está desmantelando el multilateralismo. La reacción china fue instantánea y no dejó espacio para una segunda opinión del defensor de “América hagámosla grande otra vez”. Fortalecer a China, como se conseguirá con la salida del TPP no va resultar beneficioso para EU, si acaso, en cierta medida, solo a los países periféricos que quedan enclavados con el dinámico mercado chino.
Otro revés de giro político nacionalista se presentó, de manera más clara y menos virulenta, con el fenómeno del Brexit (“Britain exit”) sobre el cual la sociedad británica refrendó la salida del Reino Unido (UK) de la Unión Europea (UE). El referéndum, que pretendió ser una comprobación política de la vigencia de la UE, resultó ser la manifestación de rechazo y la voluntad salida de una de las estructuras insignia del neoliberalismo. Mostró las profundas desigualdades y contradicciones se generó entre los reinados británicos, Inglaterra (53% a favor de irse de la Unión Europea) y Gales (52% a favor) mientras que Escocia (62% en contra), Irlanda del Norte (55 % en contra).
En julio del 2018 Gran Bretaña se habrá salido de la UE y deberá de restablecer acuerdos bilaterales de todo tipo con el mundo para restablecer su comercio, flujos de personas, de capitales así como redefinir su postura en los tratados internacionales firmados con la UE. En cualquier caso, aunque aún no se conozcan cuáles serán estos términos de salida, este proceso es expresión, por lo pronto, del agotamiento y cambio político y económico del modelo neoliberal de acumulación y globalización que reprimarizó las exportaciones, bajó los salarios y frenó el crecimiento del PIB mundial.
Recientemente se observan tendencias que anuncian, por un lado, el fin del ejercicio de un mercado global que se dice autorregulado y, por otro, la gestación de una metamorfosis del mercado mundial. La interrogante es ahora si estas tendencias y las políticas bosquejadas son la respuesta correcta. Lo correcto para ellos no necesariamente es correcto para nosotros como demostró 1981 cuando el aumento del déficit fiscal y el freno de la política crediticias empujó la tasa de interés de Estados Unidos a niveles record de altos lanzando al mundo a una recesión y a América latina a la crisis de la deuda mientras Estados Unidos recuperaba su crecimiento perdido una década, antes en 1973.